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Rascacielos de Enrique Winter

Por: Carolina Dávila

Rascacielos de Enrique Winter (Editorial Limón Partido. México 2008) es un libro que nace en la cornisa, uno en el que las palabras se van uniendo en hojas desordenadas guiadas por la mano de aquel que se asoma y cuya mirada se detiene justo donde lo aparente cede espacio a lo íntimo, es decir, en ese momento de descuido o mejor, de inusual atención en el que se cree comprender que la vida se encuentra en los remolinos que escapan a la vista, y no en la tensa y calma superficie. Este es un libro para leer atentos, con los sentidos alerta. No vaya a ser que se pase por alto el perfume de la californiana o los ojos resignados de un niño hambriento. Mucho menos ese reflejo en el gesto del otro que por un instante nos acerca a él y nos conmueve. Aún más, nos hermana.

En esa difícil comunión, se forjan en gran medida los poemas de Rascacielos, no sólo porque el autor preste su voz y de esa forma el diálogo transmute en conversación, sino además porque cada interlocutor llega al encuentro desatado, desnudo, cargado de humanidad. Hay algo en la parca sinceridad de Brenda, en la profunda soledad y tristeza de Marco, en su oficio tan aséptico como innecesario que convoca, que invita a acercarse despojado de artificios.
Winter toma distancia, mediante el abandono de lo conquistado, de lo que permanece, renunciando al sueño de la casa propia y la mesa servida: “lo que persigo y apetezco/ es la pérdida, espacio/ vacío sin su cuerpo” o “rascándonos la tarde con uñas de pájaras tan nuevas/ como lagos congelados/ apareciendo allí donde aleteábamos las aguas”.

Motivos para quedarse siempre habrán, pero el que se va pocas veces se arrepiente de coger camino, porque el viaje representa un doble descubrimiento, el de lo nuevo en cuanto desconocido, y el de lo que quedó atrás que ahora se redimensiona y reconoce desde la perspectiva. El viaje, a pesar de su contraste con lo inmóvil del título, nada más estático ni más enraizado que un rascacielos, explica y atraviesa el libro desde Arreboles en Quezaltepeque hasta Cañón de Bryce y sus versos finales: Quiero estar fuera del vehículo, / el cuerpo nos conduce por una carretera/ y deseamos dejarlo/ quedarnos en la carretera (mi voz es tan ridícula)/sin la carretera. Winter recorre el camino parte a parte, parece que desarticular, descomponer, es una de las tareas que se propone. Así, pasa por el deseo de la huida, aunque su acercamiento sea meramente enunciativo, una simple intención de constatar, como quien guarda el arma en la mesa de noche y se dibuja un círculo en el pecho, justo donde el médico asegura que el impacto es mortal y al tiempo oficia de coleccionista de imágenes y de profanador: las desmenuza, hurga en ellas, extrae lo que de bello, pero también de triste las constituye, hay cosas bonitas que son bien tristes también, dice Aquiles Nazoa con la sencilla belleza que lo caracteriza y sus palabras me alcanzan mientras leo versos como: Que eligiera la lámpara o su iluminación/ o entre el fuego y su calor/el agua y la humedad/ quedara sólo una: la caricia o su alivio, éste otro, Mi padre nunca fue dueño de nada/ y el agua que ponía en la maleta/ la sacaba de un lago/ que no aparece ya en el mapa, y finalmente, Te dijeron que usaras gorro, un bloqueador y lentes./ Los cambios de temperatura y las arrugas/ si diez años después te encuentro.

Es reconfortante recordar que hay instantes en que se puede alcanzar al otro, vencer la soledad, vencer al tiempo y sus necias imposiciones, y esa es la percepción que queda al leer este libro: sus poemas son elongaciones, interregnos en los que esas hazañas nos están permitidas. Y así, de repente, al filo de la cornisa, el miedo al abismo se transforma en la opción y el deseo de la caída.
En muchos de los poemas de Rascacielos se logra una de las grandes virtudes de la poesía, esa capacidad de triunfar sobre una realidad que se nos presenta excesivamente aparente. Rascacielos corre el velo, rompe los paradigmas sobre los que se erige nuestra cotidianidad. Sus poemas nombran y donde nombran se siembra y se cosecha. Nace de su lectura el convencimiento momentáneo pero no por eso menos verdadero de que, como afirma Steiner, la poesía constituye un dique contra el olvido.

Fueron necesarias varias semanas, llevando este libro a todas partes, leyéndolo en plazas, terminales, mercados, en ciudades propias y ajenas, pero sobre todo en el que bien podría ser su hogar: en la carretera, para entender lo que ocurría. Sentía por él aquello que Fernando González expresó en su Libro de los Viajes o de las Presencias, “Soñé despierto con esos papeles, y veía ya en mis manos el primer ejemplar del librito (…) que cabía en el bolsillo de la chaqueta. Todo libro debería caber en el bolsillo; hay que llevarlo, tiene que ser manual, para leerlo al pie de los árboles, al lado de las fuentes, en donde nos coja el deseo. Un libro bueno tiene que ser manoseado, vivir con uno, pasear con uno. En fin, este amor ilegal por los libros se apoderó de mí y no me dejó dormir, como una muchacha que hubo en casa, cuando yo era joven...”. Yo puedo decir que soñé con Rascacielos por una razón bastante simple: Ese es el libro de poemas que hubiera deseado escribir por estos días.


Enrique Winter (Santiago de Chile, 1982). Publica Atar las Naves (2003. Primer premio del XI Festival de Todas las Artes Víctor Jara), un anticipo de Rascacielos (2006. Beca del Consejo del Libro y la Lectura) en Santiago, y Rascacielos (2008) en Ciudad de México. Integra discos, revistas y antologías como El Vértigo de los Aires: Poesía Latinoamericana (1974-1985) en México, Hofstra Hispanic Review en Estados Unidos (2007) y Celuzlose en Brasil (2009). Es traductor y editor de Ediciones del Temple, abogado y director de la revista Hemiciclo. Reside en Valparaíso.

Páginas web donde pueden encontrarse poemas y otros escritos de Enrique Winter
http://www.letras.s5.com/archivowinter.htm
http://laseleccionesafectivaschile.blogspot.com/2007/09/enrique-winter.html

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